LA DERECHA Y LA DICTADURA
La derecha
uruguaya, al igual que las derechas de todo el mundo, no es demócrata. El
Partido Colorado y el Partido Nacional apoyaron y apoyan lo hecho por la ultima
dictadura militar. Contrariamente a lo sostenido desde 1973 hasta acá, como
organización, nunca combatieron a los militares; la resistencia seria y activa solo
corrió por cuenta de una minoría.
Para
empezar, ambos partidos aportaron jefes de Estado al régimen. Juan
María Bordaberry y Alberto Demicheli por el lado de los colorados, y Aparicio
Méndez por el de los blancos, encabezaron el gobierno dictatorial hasta
septiembre de 1981.
Lo cierto
es que los máximos representantes de la derecha uruguaya se dividieron entre
quienes apoyaban sin ambages la intervención de los militares y quienes
públicamente la rechazaban. No es difícil cuantificar aproximadamente estos
posicionamientos.
El plebiscito de 1980 para establecer una nueva constitución
fue rechazado por el 57,21%, pero respaldado por un 42,79%. El respaldo al
proyecto de la dictadura es menor a este porcentaje, teniendo en cuenta que un
13,13% decidió no participar de la votación. No obstante, el apoyo recabado no
es menor: un 36,35% entre todos los habilitados a votar.
En filas coloradas, el batllismo -encabezado por Jorge
Batlle, Enrique Tarigo y Julio María Sanguinetti- se posicionó a favor del NO;
mientras que el pachequismo apoyó la propuesta militar. En tanto que en las
huestes nacionalistas, el wilsonismo -representado por el Movimiento Nacional
de Rocha y Por la Patria- y los sectores herreristas de Jorge Silveira Zabala y
Luis Alberto Lacalle apoyaron el NO; por su parte, el resto del herrerismo, los
dirigidos por Alberto Gallinal, Carlos Garat, Arturo Heber y Nicolás Storace
respaldaron el SI.
En 1982 el régimen organizó elecciones internas en los tres
partidos de la derecha (Colorado, Nacional y Unión Cívica). En el Partido
Nacional, aproximadamente el 82% de su electorado eligió a las fracciones
opositoras a la dictadura (las wilsonistas Por la Patria y Movimiento Nacional
de Rocha; Divisa Blanca y Consejo Nacional Herrerista, las principales);
mientras que, en el Partido Colorado, estas obtienen cerca del 71% (los sectores
Libertad y Cambio de Enrique Tarigo, y Unidad y Reforma de Jorge Batlle y Julio
María Sanguinetti). En total, las listas afines al régimen lograron algo así
como el 23% del electorado. Con una participación del 60%, la dictadura tan
solo cosechó un 13% de adhesiones entre todos los habilitados para votar.
En 1984 en
las elecciones presidenciales que marcaron el fin de la dictadura las listas
que apoyaron a los militares obtuvieron un 14,28% de los votos de los partidos
tradicionales (un 23,63% en el Partido Colorado y un magro 3,27% en el Partido
Nacional). Un 9,34% de todos los habilitados a sufragar apoyaron las listas
afines al régimen.
En vistas
al total respaldo y protección que la derecha ha brindado a las fuerzas armadas
luego de que estas devolvieran el poder, la perdida de apoyos de la dictadura dentro
de los partidos tradicionales, debe ser adjudicada más a la empobrecedora
política económica del régimen, que a las convicciones democráticas de blancos
y colorados. De hecho, el porcentaje de quienes defienden el legado de los
militares volverá a crecer dentro de esos partidos a medida que su electorado
mas de centro emigre al Frente Amplio, y a partir de que los sectores que se
habían manifestado contrarios al régimen dentro de estas organizaciones pasaran
a asumir una acérrima defensa de la dictadura.
Es que
inmediatamente que los militares devolvieron el poder, quienes en la derecha
decían combatirlos, pasaron a protegerlos. Tal fue el caso de la aprobación de
la Ley de Caducidad, pergeñada y aprobada en el Parlamento por estos sectores.
La norma fue propuesta por el gobierno de Sanguinetti y aprobada por ambas
cámaras los días 21 y 22 de diciembre de 1986, fecha en que la Justicia había
citado a declarar a los primeros militares.
La ley fue votada por todos los senadores colorados -incluido el vicepresidente de la República,
Enrique Tarigo- y por 8 de los 11 representantes del Partido Nacional. En tanto
que, en la cámara de diputados, la norma fue votada por todos los colorados
-con la única excepción de Víctor Vaillant- y por 20 de los 33 nacionalistas.
Dentro de las filas blancas la impunidad fue respaldada por el herrerismo
opositor a la dictadura y por su sector mayoritario, Por la Patria, liderado
por Wilson Ferreira Aldunate; solo El Movimiento Nacional de Rocha, de Carlos
Julio Pereyra, se opuso a la ley.
Pero no
fueron solos sus lideres, el electorado de derecha también se volcó a respaldar
esta conversión, ratificando la impunidad contra los criminales de Estado en el
referéndum de 1989 para la revocación de la ley. El 56,29% votó por mantener la
norma frente a un 41,55% que apoyó su derogación. No todo el electorado de la
derecha voto a favor de la impunidad. Si se tiene en cuenta que en las
elecciones presidenciales de ese año blancos y colorados obtuvieron un 69,16%
conjunto, y que las candidaturas del Frente Amplio y de Hugo Batalla sumaron 30,24%;
se puede considerar que hasta un máximo del 20% del electorado de los partidos
tradicionales se negó a apoyar la impunidad que sus lideres le regalaron a los
golpistas.
También
puede llegar a afirmarse, que esta mínima disidencia dentro de la derecha se
extinguió -o por lo menos continuó reduciéndose- al constatar que el nuevo
intento por derogar la Ley de Caducidad (20 años después), cosechó un 47,36% de
los votos, coincidentes con los 47,96% que
alcanzó el FA en la primera vuelta de aquel año; por lo que, con seguridad,
solo la izquierda voto en contra de la impunidad. De hecho, solo este espacio hizo
campaña para su revocación.
Pero los
dirigentes colorados y blancos (y su militancia) no solo trabajaron
incansablemente para mantener a los militares lejos de cárceles y juzgados,
sino que protegieron y salvaguardaron todos sus privilegios. Fue así como a
quienes habían atentado contra la democracia y la constitución, quienes habían
encarcelado, torturado, asesinado y desaparecido uruguayos, los partidos
Nacional y Colorado los premiaron manteniéndoles sus altos salarios y suntuosas
jubilaciones.
Ninguno de
los partidos tradicionales renegó de su electorado pro dictadura, sino que
continúo representándolo con dirigentes que habían respaldado el golpe de
Estado, desde Pacheco Areco hasta el hijo del dictador
Bordaberry. El General del régimen, Hugo Medina, fue
Comandante en Jefe del Ejército y luego ministro de Defensa del primer
gobierno de Sanguinetti. Quien se desempeñó como canciller
entre junio de 1973 y diciembre de 1976, Juan Carlos Blanco, fue senador por el
pachequismo, entre 1990 y 1995.
Cuatro integrantes del Consejo de Estado de la dictadura (de un total de 113), fueron legisladores por el Partido Colorado: Pedro Cersósimo entre 1985 y 1990, Wilson Craviotto en el periodo siguiente, Pablo Millor entre 1985 y 2005 y Walter Belvisi desde 1990 al 1995 (además de Intendente de Paysandú entre 1985 y 1990.
Sin la
misma preponderancia, lo mismo sucedió con los blancos. Arturo Heber Füllgraff, que apoyó el SI en el plebiscito de 1980, fue legislador desde 1990 a 2005. Otro que apoyo la reforma
constitucional de la dictadura fue Nicolás Storace, congresista entre 1990
y el 2000. Mismo caso que el de Carlos Garat, quien se desempeñó como senador desde 1985 a
2005.
Por su parte, Domingo Burgueño Miguel, integrante del Consejo de Estado, estuvo
dos períodos consecutivos (1990-1998) en la Intendencia de Maldonado por el Partido
Nacional.
El compromiso de la derecha uruguaya con los terroristas de
Estado llegó hasta el punto de rescribir la historia para justificar el quiebre
democrático y las violaciones a los derechos humanos. Desde que retomaron el
gobierno, blancos y colorados insisten con que los militares dieron el golpe
para salvar las instituciones republicanas de la subversión izquierdista. De
este modo, la culpa pasa a recaer en la guerrilla tupamara, mientras que al
Ejército solo se lo hace responsables de querer perpetuarse en el poder y de
cometer ciertos excesos en la represión.
La falacia de esta explicación, no solo equipara el accionar
de un grupo insurgente con toda la maquinaria del Estado uruguayo, sino que
omite que los tupamaros ya habían sido derrotados en 1972,
y que el objetivo de los militares era el exterminio de la izquierda en
general, como demuestra la filiación partidaria de sus victimas y la
proscripción del Frente Amplio. Estas no son las únicas mentiras que colorados
y blancos vienen repitiendo hace décadas para proteger a los golpistas. La
insistencia con la teoría de que las Fuerzas Armadas no poseen informaciónsobre los desaparecidos o que los cuerpos de estos fueron desenterrados y
cremados, ha sido parte fundamental de los esfuerzos para no buscar el paradero
de estos.
Esta
acérrima defensa se debe a las coincidencias fundamentales entre el proyecto
político de la dictadura y el de los partidos tradicionales. Independiente de
las formas y las maneras -de la conveniencia de hacerlo dentro de los marcos
legales o por medio de un régimen autoritario- el combate a la izquierda
siempre aunará a fascistas y liberales.
El otro
punto en común es la economía. La política económica es la base de todo
proyecto político. La dictadura vino a consolidar (o a terminar de hacerlo) una
restructura de la economía uruguaya que ya había comenzado años antes. La
liberalización económica, la liquidación de la pequeña industria uruguaya en
pos de una total primarización de su producción, volcada exclusivamente a la exportación
de materias primas y abierto a las importaciones. La transformación del Uruguay
en una plaza financiera. Este era el mismo programa que
tenían los partidos tradicionales, y que no modificaron en los más mínimo en su
retorno al poder. La defensa de este modelo es la razón fundamental de la alianza
con los militares de los sectores que decían oponerse a ellos.
El verdadero
problema de los blancos y colorados con los militares era que estos querían
quedarse con el poder político. El proyecto de la dictadura buscaba quitarle la
conducción del Estado a los partidos, y someterlos al control de las fuerzas armadas. Este nuevo orden era, precisamente, el que se proponía construir la
reforma constitucional de 1980. Su disputa con el régimen era por
su supervivencia como clase dirigente, encargada de comandar los destinos del
país. Los militares se propusieron arrebatarles el poder a los políticos, algo
que colorados y blancos no podían permitir, independiente de las coincidencias
ideológicas y las formas de conducir el Uruguay. Fue una disputa que
prontamente se volvió personal, con proscripciones, exilio, persecución y hasta
asesinatos. En 1978, Carlos Julio Pereyra, Luis Alberto Lacalle y Mario Heber recibieron
vinos envenenados. Pereyra y Lacalle no los llegaron a beber, pero sí lo hizo
la esposa de Heber, Cecilia Fontana, quien falleció.
La alianza
establecida entre los sectores que se posicionaron como oposición y los
militares, una vez que estos devolvieron el poder a la clase política,
demuestra la coincidencia de la mayor parte de la derecha con el proyecto de la
dictadura, y que el único diferendo era quien encabezaría su conducción.